Pocas cosas más ridículas que las metáforas futbolísticas puestas en boca de alguien con corbata. Qué más da. «Trabajaremos con rigor y sudaremos la camiseta». Josep Maria Bartomeu estaba eufórico. Acababa de llevarse por delante a Joan Laporta en las elecciones de 2015 (25.823 votos, el 54,63%). Los socios no repararon en que su presidente había acudido a los comicios aún imputado por el caso Neymar, lío del que escapó permitiendo que el Barça fuera condenado como institución por delito fiscal. El escenario ingeniado por su orientador, Jaume Masferrer, era de cartón piedra. Lo coronaba un plástico en el que aparecían Messi, Luis Suárez y Neymar. Tridente y triplete. Debía ser suficiente. Pero el rigor fue ruina. Y la camiseta, devuelta a Nike porque desteñía por el sudor y que si lleva aún el mismo escudo es porque los compromisarios no le rieron la gracia al presidente, fue pisoteada en Roma, Liverpool y Lisboa. La sonrisa de Bartomeu fue la miseria del Barcelona.
Josep Lluís Núñez, que después de ser el virrey del club durante 22 años acabó en la cárcel de Quatre Camins, siempre pudo defender que fue él quien levanto la residencia de La Masia, quien amplió el Camp Nou, quien multiplicó el patrimonio, o quien admitió un matrimonio de conveniencia con Johan Cruyff para conquistar la Copa de Europa de Wembley. Joan Laporta, aún con el gusanillo de volver al poder, encontró en Pep Guardiola al técnico que le ayudaría a construir uno de los mejores equipos de siempre. Sandro Rosell fió su buenaventura, pero también su condena, a Neymar. El rastro judicial de su fichaje aún le persigue.
¿Y Bartomeu? Ganó 13 títulos con el primer equipo. Continuó la obra de gobierno de Rosell, su mentor. Admitió a los amigos de éste en la directiva, desde dentistas a decoradores. Y pensó que formando un G-1 consigo mismo, tal y como había gobernado Núñez, sería suficiente. Desde revisar facturas hasta decidir los fichajes. Ya podían dimitir hasta seis vicepresidentes (Susana Monje, Carles Vilarrubí, Manel Arroyo, Jordi Mestre, Enrique Tombas y quien debía ser su delfín, Emili Rousaud), que ya estaría él para cumplir con todas sus funciones.
Si hubo desgaste psíquico, sus colaboradores nunca lo percibieron. «Duerme a pierna suelta», aseguraba uno de sus directivos cuando trataba de bloquear la huida de Messi este verano y los seguidores amenazaban con asaltar las oficinas. Porque nadie resistió tanto y mejor que Bartomeu, a quien le enseñaron que las tormentas en el fútbol siempre amainan. Hasta que el Titanic acabó vomitando agua por todos los retretes del club.